Martín Almada é testemunha no caso Plano Condor (Foto: Télam/Página/12) |
Matéria
com Martín Almada, educador paraguaio e advogado defensor dos direitos humanos
Ao cabo
de mais de 15 anos de investigações, Almada conseguiu localizar os documentos
secretos da ditadura de Stroessner. Devido a esse material, ele é testemunha no
processo contra o Plano Condor que está se realizando em Roma.
Reproduzido do jornal argentino Página/12, edição impressa de hoje, dia
1º. (em espanhol)
Por Elena Llorente
Página/12
En Italia
Desde Roma
Martín Almada es paraguayo. Se presenta como
maestro (professor) y experto en educación, aunque también es abogado. Fue director de una
escuela en las afueras de Asunción en la década de 1970, donde se enseñaba con
el método de Paulo Freire, el pedagogo progresista brasileño. También luchó
sindicalmente por mejores salarios y casas dignas para sus compañeros maestros.
Por eso fue acusado de comunista y “terrorista intelectual”, encarcelado y
torturado por más de tres años en distintos centros de su país. Pero al cabo de
más de 15 años de investigaciones, logró descubrir dónde estaban los archivos
secretos de la represión durante la dictadura de Alfredo Stroessner. Siempre
quiso saber dos cosas: como murió su esposa cuando él estaba adentro y por qué
había torturadores extranjeros en su país. Todo esto y mucho más contó en
entrevista con Página/12, antes y después de declarar como testigo en el
proceso contra el Plan Cóndor que se está haciendo en Roma.
Almada tiene hoy 78 años y una memoria prodigiosa.
Contó que, como provenía de una familia de “colorados” –el partido nacionalista
de Stroessner– y todo hacía suponer que por venir de esa familia, él también
era colorado, a un cierto punto el ministro de Educación lo convocó y le hizo
una advertencia muy dura: nada de enseñar Paulo Freire porque era comunista ni
de pedir aumentos de salarios y abandone la cooperativa para construir las
casas de los maestros. Si no, terminará muy mal. “Es la última oportunidad que
le damos”, le dijo. Muy ingenuamente él había pensado que había sido convocado
para recibir una promoción importante. Por eso se compró una corbata, una
camisa y zapatos de charol como se usaban entonces, y se presentó en el
ministerio.. “Y yo que me había gastado casi seis meses de sueldo en la ropa
nueva”, dijo riéndose de su ingenuidad. Salió asustado y se fue a varias
embajadas latinoamericanas en busca de becas para estudiar. Así consiguió que
lo aceptara la Universidad de La Plata para hacer un doctorado en Educación.
Allí estuvo dos años. Cuando le presentó el material para su tesis “Paraguay,
educación y dependencia” al profesor que lo dirigiría, material oficial que
había conseguido en el Ministerio de Educación de Paraguay, había un documento
que él no había entendido muy bien y que era de la CIA estadounidense. “No
decía ‘top secret’ ni nada por el estilo. Se trataba de un cuestionario de
espionaje sociopolítico que el Pentágono y la CIA habían pedido a la
Universidad de Washington. Lo quisieron aplicar primero en Chile en los años
60-65. Pero el Chile del presidente Frei se opuso. Entonces lo aplicaron en
Paraguay”, contó.
“Un día estaba por los pasillos de la facultad en
La Plata y me encontré con un militar, de civil, que conocí en Paraguay porque
un instituto para el que él trabajaba tenía relaciones con la escuela que yo
dirigía. ‘Buenos días mi coronel’, le dije. Y él me contestó que ahora era el
secretario técnico del rector de la universidad, el mayor Guillermo Gallo.
Después del descubrimiento del archivo me di cuenta que en realidad él estaba
confeccionando la lista de los subversivos y en esa lista estaba yo”.
Almada defendió su tesis en agosto de 1974 y se
recibió de Doctor en Educación. Entonces volvió a su país. El 26 de noviembre a
las tres de la tarde, un coche Chevrolet se detuvo frente a la escuela donde
trabajaba. El estaba en ese momento con su mujer, sus tres hijos y un sobrino,
Lorenzo Lidio Jara, llegado de la Argentina. Se lo llevaron a él y a su
sobrino. “Encontrar un argentino en Paraguay en ese momento, para ellos era
sospechoso. Paraguay tenía una particularidad: a diferencia de Argentina, la
tortura se empezaban en centros móviles, una suerte de camionetas cerradas,
como casas rodantes, preparadas especialmente para torturar. Y las llamaban
Caperucita Roja, porque eran rojas. En realidad era una suerte de pre tortura a
golpes, el ablandamiento. Me llevaron a Asunción, a la policía secreta, donde
me recibieron militares de Brasil, Argentina, Bolivia, Chile, Uruguay y
Paraguay. Parecía un tribunal. Yo llegué todo aturdido. A mi sobrino lo
llevaron a otro lado y le arrancaron un ojo. Los militares estaban
elegantemente vestidos, los reconocí por su acento. Primero me interrogó un
coronel chileno, luego supe que era Jorge Oteiza López, después el comisario
argentino Héctor García Rey de Córdoba. Durante 30 días me interrogaron y
torturaron y mis gritos y lamentos se los hacían escuchar a mi esposa por
teléfono”, contó. Al cabo de ese mes, le mandaron su ropa ensangrentada a su
esposa, diciéndole que el “educador subversivo había muerto” y que fuera a
retirar el cadáver. La esposa tuvo entonces un infarto y murió el 5 de
diciembre de 1974. A él le dijeron que se había suicidado. “Pero yo sabía que
no podía ser verdad”, contó.
Después lo trasladaron al edificio de Interpol
(International Criminal Police Organization, una organización multinacional de
policía que todavía existe). Allí apareció un día un comisario detenido, Mario
Mancuello porque su hijo, que estudiaba ingeniería en Argentina, formaba parte
del centro de estudiantes. A ese edificio de Interpol venían los sábados
policías y militares a jugar al ping pong y al fútbol de salón. Y cuando
entraban y ellos podían verlos, él le preguntaba a Mancuello: “Quien es ese,
como se llama, cual es su cargo” y así memorizó numerosos nombres. Fue
Mancuello el que le sugirió también para saber más, que leyera la revista de la
Policía, una revista que se publicaba desde los años 45 posiblemente y donde
aparecían los nombres, los grados, los logros, los ascensos y las fotos de los
policías. A él le preguntó también por qué lo habían torturado e interrogado
militares extranjeros y él le dijo: “Es que estamos en la guerra del Cóndor”.
“Fue la primera vez que escuché hablar del Cóndor. Era diciembre de 1974, casi
seis meses antes de que se oficializara el plan Cóndor” coordinado entre los
países del cono sur para la eliminación de opositores políticos, contó. Y
agregó: “Yo sé de la responsabilidad de Interpol no sólo porque estuve ahí
dentro sino porque tengo documentos que lo atestiguan”.
Más tarde lo pasaron a otro centro de detención
conocido como Sepulcro de los Vivos, donde conoció a otro detenido, el
argentino Amílcar Santucho, abogado y hermano del dirigente del ERP, Mario
Roberto Santucho. Gracias a Amnesty International y al Comité Interiglesias,
Almada salió en libertad en 1977. Pero pocos meses después lo volvieron a
arrestar y lo mandaron a La Técnica, otro centro de detención y de tortura en
el corazón de Asunción, que era de la CIA, asegura, y que hoy es el Museo de
las Memorias. Cuando consiguió la libertad vigilada –lo dejaban salir de las
siete de la mañana hasta las siete de la tarde– se escapó y pidió asilo en la
embajada de Panamá. Torrijos, que era entonces el presidente, tomó contacto con
Naciones Unidas y con la Unesco y esta organización lo invitó a colaborar con
ellos. Se fue a París, donde vivió hasta 1989.
Allí conoció al jesuita Charles Antoine y juntos
investigaron para saber más sobre el Cóndor y dónde podían estar los archivos
secretos de la dictadura. “Siguiendo la revista de la policía, con el jesuita
llegamos a la conclusión de que había tres lugares posibles para esconder el
archivo de la represión, que nosotros llamamos el Nido del Cóndor. Una tarde
fuimos a un lugar que el cura me señaló. Había una abuela en la calle y me
dice, ‘¿usted es Martín Almada el maestro combatiente?’. Le digo que sí y me
abraza. Pero después cambia de actitud. ‘Ah, ustedes los que se fueron ahora
vuelven como héroes y nosotros acá sufriendo`. Y me contó que esa propiedad era
de ella y que un día vino la policía secreta y se la quiso comprar por un
precio regalado. La abuela le dijo que no y entonces se llevaron a su hijo
acusándolo de comunista. Terminó negociando la vida del hijo por el terreno. Y
después que me dijo eso comenzó a llorar y agregó: ‘Maestro cuando hay truenos
y relámpagos, no se acerque al lugar. Por que lloran los argentinos, lloran los
chilenos, los brasileños’. Y le pregunté, ‘están ahí?’ ‘No, están sus almas’,
me respondió”. Pero no sólo la abuela lloraba. Cuando durante la entrevista
contaba esto, los ojos de Almada también se llenaron de lágrimas.
Como abogado y ayudado por colegas, Almada pidió a
la justicia que allanara el lugar donde ahora funciona una comisaría. El 22 de
diciembre de 1992, a las 11 de la mañana, entró al edifico con un juez y
encontraron más de tres toneladas de documentos. Unas 700.000 hojas. “Tuve
miedo de que llegara la policía o el ejército y se llevara todo. Fue una
explosión de memoria y lloré mucho. Después de años de investigaciones tal vez
podía encontrar respuesta a mis preguntas. Intenté buscar el cassette que le
hacían escuchar a mi mujer pero no lo conseguí. Era demasiada información.
Recorrimos todas las embajadas latinoamericanas pidiendo ayuda para poder
organizar el archivo. Ningún país nos ayudó. Otro país al que no habíamos
pedido ayuda curiosamente, Estados Unidos, se ofreció. Yo tenía la herida
abierta y que venga mi enemigo a ofrecerme eso, obviamente el dijimos que no.
Pero la Corte Suprema firmó un acuerdo con Usaid (Agencia de Estados Unidos
para el Desarrollo Internacional).
Hoy es posible obtener información de esos archivos
pero Almada parece sentirse un poco frustrado porque se encontraron documentos,
dijo, que demostraban una “total injerencia norteamericana” en aquel período.
Parte de ese material Almada lo entregó a los jueces encargados del proceso
contra el Cóndor en Roma.
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