Cristina Kirchner, Carlos Zannini e Daniel Scioli (Foto: Télam/Página/12) |
Poderíamos
refletir se no âmbito da “civilização ocidental capitalista” não lemos
diariamente nosso livro de Mao (Livro vermelho de Mao, Pensamentos de Mao), com
outras cores, com mais sutileza, com mais tecnologia. “Lo Uno” (O pensamento
único) ideológico que difunde o poder comunicacional por meio do entretenimento,
do cinema, da propaganda, da moda, coloniza as consciências, não de um país, mas
de continentes inteiros. E a violência não é alheia a este sistema sujeitador
de sujeitos, violência que explode em todas as partes, já que – desde o início
da Guerra contra o Terror – a potência hegemônica, com o respaldo de todo o Ocidente
capitalista, pode implantar guerras onde seja necessário. Num mundo sem ideias
nem ideologias, o conceito geopolítico que justifica as guerras
intervencionistas é o da democracia. E a democracia sempre falta onde está o
elemento energético que o império necessita. Assim, as tropas da civilização e
do Ocidente intervêm, restabelecem os valores democráticos, assassinam os ditadores
e ficam com o petróleo ou o que seja necessário.
Por José
Pablo Feinmann, filósofo argentino – no jornal Página/12,
edição impressa de ontem, dia 21 (em espanhol)
La derecha argentina vive días de amargura. El horizonte se ha
oscurecido, y a ese candidato dócil (Daniel Scioli, governador da provincia de
Buenos Aires, candidato a presidente do kirchnerismo), que, en el peor de los
casos, habría de ganar las elecciones presidenciales si no lo hacía el
candidato perfecto (Mauricio Macri, prefeito de Buenos Aires, ex-presidente do
Boca Juniors, principal candidato opositor, apoiado pelo Grupo Clarín, grande
monopólio da comunicação), obediente, hijo de uno de los impecables
representantes del capitalismo nativo (con sus caras luminosas y las otras
oscuras, tan oscuras como noche sin luna o habitaciones subterráneas,
abovedadas y secretas), ese candidato dócil, decíamos, ha dejado de serlo. No
por él, acaso. Aunque él consintió el escarnio. Sino por el vicepresidente que
le han adosado. Podrá, él, decir lo que quiera, pero que se lo han adosado, sí,
se lo han adosado. ¿Y quién sino ella, la dictadora, la autoritaria, la pérfida
conductora, la malvada y hasta el mismo Mal, podría ser la culpable de
semejante agresión al republicanismo? En suma, a Scioli le han puesto a Zannini (Carlos
Zannini, homem de total confiança do kirchnerismo, será o vice-presidente na
chapa de Scioli; lembrar que o vice-presidente na Argentina preside o Senado). Y basta
echar una mirada sobre él, Zannini, para ver qué es, ya que ni siquiera lo
esconde. Es un chino y además así le dicen. Le dicen Chino. No sería grave si
el Chino no hubiese sido (y, se dice, aún es, ya que nadie deja de ser lo que
fue) maoísta en su juventud, que aún se prolonga hasta nuestros días,
prepotente. ¿Cuál es el peligro real, hoy, de semejante simetría? Por decirlo
claro: si donde hubo amor cenizas quedan, ¿qué resta hoy de Mao en Zannini? ¿Es
Zannini el retorno de Mao? ¿Es Zannini el protagonista de un nuevo Gran Salto
Hacia Adelante, como el que diera el líder chino en 1958? (Leer la contratapa
de Juan Forn –excelente como todas– “Cara a cara con la revolución”, del
19/06/2015.) Ante todo, ¿quién fue Mao? ¿Por qué adhirieron a él, no sólo las
fervorosas y letales juventudes chinas de la Revolución Cultural, sino los más
grandes pensadores franceses, con Sartre a la cabeza pero también con Lacan,
Foucault y Deleuze?
Mao fue un gran líder
político que –entre muchos otros logros– consiguió que una nación de cientos de
millones de habitantes leyera solamente un único libro, un pequeño libro con
sus tapas teñidas de rojo, que contenía sus consejos, sus escritos, sus
discursos. Ese libro fue impuesto por una formación político-militar llamada
Guardias Rojos, y que estaba al servicio del gran líder y dirigida por una
fascinante mujer llamada Chiang Chin o, sobre todo en Occidente, Madame Mao.
Que solía definirse como “el perro furioso de Mao”. Dado que cuando Mao le
ordenaba que mordiera, ella mordía. Los Guardias Rojos –jóvenes la enorme
mayoría– leían el Libro Rojo o imponían su lectura a todos y en todas partes.
Eran fanáticos y brutales. Hoy, todo esto permanece como parte de la historia
más dura del autoritarismo en el siglo XX. De aquí que una definición de
maoísmo no pueda sacudirse su sinonimia con autoritarismo, Estado dictatorial,
ideología de violencia y muerte. De acuerdo. Aunque podríamos reflexionar si en
el ámbito de la “civilización occidental capitalista” no leemos diariamente
nuestro libro de Mao, con otros colores, con más sutileza, con más tecnología.
Lo Uno ideológico que difunde el poder comunicacional por medio del
entretenimiento, del cine, de la propaganda, de la moda, coloniza las
conciencias, no de un país, sino de enteros continentes. Y la violencia no le
es ajena a este sistema sujetador de sujetos, sino que estalla en todas partes,
ya que –desde el inicio de la Guerra contra el Terror– la potencia hegemónica,
con el respaldo de todo el Occidente capitalista, puede entablar guerras donde
lo necesite. En un mundo sin ideas ni ideologías, el concepto geopolítico que
justifica las guerras intervencionistas es el de democracia. Y la democracia
siempre falta donde está el elemento energético que el imperio necesita. Así,
las tropas de la civilización y de Occidente intervienen, restablecen los
valores democráticos, asesinan a los dictadores y se quedan con el petróleo o
lo que se necesiten.
Del Libro Rojo se
publicaron más de novecientos millones de ejemplares. Se trata del libro con
más ediciones y mayor difusión después de la Biblia, acaso el Libro Rojo del
Occidente capitalista y cristiano. Son, lo dijimos, recopilaciones de frases,
escritos y discursos de Mao. Una de sus frases más brillantes es: La bomba
atómica es un tigre de papel. La recopilación perteneció a Lin Piao, que fuera
ministro de Defensa de Mao y cayera luego en desgracia hasta morir en un vuelo
hacia Moscú, presuntamente porque se le acabó el combustible o porque lo
liquidó la artillería de su jefe, cuyo pensamiento tan prolijamente había
reunido; olvidando, tal vez, una sola máxima: “Si tu enemigo huye en un avión,
no lo mates. Bastará con derribar el avión”. En el prólogo a la edición de
1966, Lin Piao había escrito: “Para asimilar el pensamiento de Mao Tse-tung es
necesario estudiar una y otra vez sus muchos conceptos fundamentales; conviene
aprender de memoria sus frases clave, estudiarlas y aplicarlas reiteradamente.
En la prensa deben insertarse citas del presidente Mao de acuerdo con la
realidad, para que la gente las estudie y las aplique”. Y así seguía. El Libro
Rojo era la condensación de la sabiduría política y guerrera de Mao Tse-tung.
Fue la Biblia del Occidente revolucionario durante los sesenta y parte de los
setenta. Los jóvenes de la izquierda peronista lo leyeron con fervor. Algunos
textos fueron tan consultados como los del mismísimo Perón, sobre todo: Sobre
la guerra popular y uno muy serio, bien trabajado, Sobre el tratamiento
correcto de las contradicciones en el seno del pueblo. Perón, desde Madrid, se
identificaba con el gran líder chino. Lo citaba. Y una consigna se cantó en las
más combativas movilizaciones: “Mao y Perón / Un solo corazón”.
En Francia, grandes
pensadores adhirieron, si no al pensamiento de Mao, a su política
revolucionaria, a su condición de jefe revolucionario que se ponía, desafiante,
a la izquierda de Moscú, siempre entregado a esa coexistencia pacífica que
irritaba a Ernesto Guevara. En París, el maoísmo animó las rebeliones de Mayo
del ’68, tan bullangueras, tan creativas en esas consignas que habrían de pasar
a la historia, reunidas en libros prestigiosos, bellas literariamente en tanto,
aquí, en Argentina, apenas un año después estallaba el Cordobazo, sin consignas
de vuelo literario pero con muertos en el presente y, muy especialmente, en el
horizonte, primero a manos del sanguinario brigadier Lacabanne (puesto para esa
tarea por López Rega, elogiado por Mariano Grondona exactamente por eso en su
pieza macabra “Meditación del elegido”) y luego por Jorge Videla. No hubo un
solo muerto en el Mayo francés. Podían ser bravos porque sabían (y muy bien lo
sabían) que no tenían a un Videla en el horizonte. Llamaron a Sartre para que
les hablara públicamente. Y ahí fue el genial autor de la Crítica de la razón
dialéctica y el prólogo al libro de Fanon sobre los condenados de la tierra. Su
primera charla fue un éxito. Sartre necesitaba que los jóvenes rebeldes lo
escucharan. Quería demostrarles a sus rivales posestructuralistas que era el
más vigente. Hubo un segundo encuentro. Sartre llega y se encuentra con un
papel sobre el escritorio. Ahí se lee: “Sartre, no nos des la lata. Sé breve”.
Se desalienta, supone que está viejo. Que el maltrato dado a su cuerpo durante
la escritura de la Crítica lo ha deteriorado sin retorno. Entre otras cosas
tomaba veinte pastillas diarias de anfetaminas, fumaba cuarenta cigarrillos,
bebía alcohol en abundancia y recurría a las aspirinas, casi diez por día, para
quitarse los dolores de cabeza. (Ver: Carlos Correas, “Atisbos sobre Sartre”,
en Tomás Abraham presenta: Vidas filosóficas, Eudeba, Buenos Aires, 1999, p.
23.) Tenía sesenta y tres, casi sesenta y cuatro años. Estar cerca de los
jóvenes era lo único que lo rejuvenecía. Al darse cuenta, los jóvenes le faltan
el respeto. Ninguno o casi ninguno habría leído la Crítica, ¿para qué? ¿O acaso
no tenían a mano el Libro Rojo de Mao, mucho más pequeño, fácil y con el
prestigio que siempre tienen los revolucionarios sobre los intelectuales?
Apenas leyó ese papel oprobioso, fruto de la soberbia de los tilingos rebeldes,
niños de la pequeña burguesía parisina, de los que sólo uno murió porque dio un
mal paso y se cayó al río, Sartre debió insultarlos duramente e irse a su casa
y seguir con su interminable Flaubert, que es, ni más ni menos, que la
aplicación práctica de las categorías todavía formales de la Crítica a una
existencia individual. “Entre individuo e historia hay identidad ontológica y
reciprocidad metodológica” (Crítica, cito de memoria). Pero andaba mal. Sus
años postreros son tristes. Sus empeños en seguir militando hasta el final,
metiendo el cuerpo en varias causas, prestando su nombre a personas y
organizaciones que ni siquiera lo habían leído, patéticos. Tanto miedo a
envejecer le jugaba en contra. Así, lo veremos vendiendo el diario maoísta La
Causa del Pueblo, a él, que no era maoísta, que sólo quería ayudar a gente con
la que disentía pero era incapaz de no querer.
Si Zannini fue –en el
pasado– un maoísta, lo fue como lo fueron tantos. Hoy es un hombre de la
democracia. Y aquí radica toda la diferencia. Zannini no cree –como Lenin en El
Estado y la revolución– que pueda existir una dictadura democrática. Es
conocido este argumento: la dictadura del proletariado es democrática porque es
una dictadura del pueblo, de las mayorías proletarias y campesinas. No hay tal
cosa. Nunca la hubo. La dictadura del proletariado es un concepto trágico de
Marx. Siempre terminó por ser la dictadura del partido y luego la del líder
todopoderoso, con la teoría convertida en dogma. Zannini, sin duda, endurece la
fórmula de Scioli al integrarla. Se dirá, también, que la cristiniza. Es
posible. Pero hay algo que puedo jurar. Mao Tse-tung, aunque el Frente para la
Victoria gane por paliza, no será el nuevo vicepresidente de la Argentina.
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